A principios de los 80 había una discoteca en Santa Pola (Alicante) llamada Maná Maná. Ponían after-punk, rock industrial, electrónica de
baile agresiva… música tan abrasiva e indigesta que enseguida fue bautizada
como bakalao. Como todas las discotecas de la época en España abría a las
tantas y cerraba al amanecer. El público iba drogado hasta las cejas y se
dedicaba a bailar espasmódicamente. En esa era una, con 13 ó 14 años, sabía que
existía Maná Maná por las pegatinas de los coches y por los anuncios en Radio
Elche.
Portada de "Héroes de los 80", de Los Nikis, recopilatorio de 1991. Hay que fijarse en la puerta del coche (fuente: discogs.com) |
Ya a mediados de los 80 el bakalao era parte de la
programación diaria de la mencionada emisora. Es decir, detrás del “Into the Groove”
de Madonna sonaban Nitzer Ebb; Anne Clark precedía a los Housemartins y el “No
me beses en los labios” de Aerolíneas Federales iba de la mano de Alien Sex
Fiend. Yo, cuando sonaba bakalao cerraba los oídos: era la música de Satán.
Frente a la limpia melodiosidad de la música pop de los 80 aquello era un
taladro en mi pobre cerebro púber. El rechazo a ese sonido, entonces muy fuerte
en el Benelux que creó la EBM (Electronic Body Music), se fue apagando conforme
iba haciéndome mayor; empezaba a salir en mi tardía adolescencia y me quedaba
embelesada con el bakalao amable (ya entonces rebautizado como sonido mákina)
que pinchaban en la discoteca Genius (en la Calle José Bernad Amorós, en el
emplazamiento del antiguo cine Gayarre; hoy, un Mercadona, creo). Había
canciones extraordinarias, como “Último imperio”, de los italianos Atahualpa,
con su mensaje reivindicativo de las culturas precolombinas y crítico con la
brutalidad de la conquista.
De ahí a escuchar las cintas de sesiones de pinchadiscos de
sitios como Central Rock (Almoradí) o Metro (Bigastro), que los amigos ponían a
todo volumen en el coche, amigos de ojeras profundas como la noche, negras como
la resonancia que el nombre de esas discotecas dejaba en mis oídos. Yo creo que sólo fui una vez a uno de esos
antros, con un amigo al que le debo una de las noches más divertidas de mi vida
(que de todos modos no ha sido muy generosa en hazañas nocturnas). Como estaba
medio borracha ni recuerdo dónde fue exactamente, sólo que la música sonaba tan
alto que tu cerebro se disolvía en ella, violado sin remedio. Esa era la forma
de diversión en aquella época para mucha gente: los que iban a bailar como
locos como un ritual más del fin de semana, sin mucho desfase, sin mucha química
de por medio, los menos; los que habían convertido moverse por aquellos lugares
en su forma de vivir el fin de semana, los más. Éstos últimos se corrieron
juergas inimaginables para una servidora, consistentes en algo tan inocente y
al mismo tiempo tan salvaje como entregarse al baile sin fin.
El valenciano Julio Bustamante tiene una canción preciosa
(como casi todas las suyas, por otro lado) titulada “Cargo de mí”, editada muy
apropiadamente en 1987. La letra de la canción hace referencia a una chica
sonada a la que Bustamante y unos amigos encuentran en la carretera: “Trabajo
tanto que cuando llega el fin de semana estoy a punto de estallar”, dice ella,
para justificar su estado. Ese era el correlato: los jóvenes de clase
trabajadora tanto del cinturón industrial de Valencia como de la zapatera Elche
podían trabajar tantas horas que eran buenas víctimas para el hedonismo sin fin
ni cabo. El cuerpo y la mente saturadas de estrés y agotamiento físico se
sacudían y se ponían del revés en alas del bakalao.
Los 80 fueron buenos tiempos para el ocio juvenil: no había
horarios de cierre en pubs y discotecas, no había restricciones de edad; chicos
y chicas de 13 y 14 años salían y entraban a sus casas a cualquier hora… La
libertad recién recobrada después del franquismo era beber cubatas apoyados en
un coche en el centro de la ciudad. El patriarcado fue sustituido por una
generosa tolerancia paterna y, especialmente, materna, madres que hacían de
abogadas de sus hijas. Encima, en un lugar enamorado de la noche como era la
zona de Valencia, esa libertad adquirió tintes épicos.
No sé dónde leí que ya en el Renacimiento las clases
populares de la ciudad de Valencia dedicaban el fin de semana a pasear de noche
en orden casi militar por las calles, recobrándose de la penosa carga del día a
día en un lugar con altas temperaturas diurnas durante buena parte del año. Las
fiestas patronales se celebran en los lugares más destacados de la región por
la noche, y tienen tintes catárticos y telúricos, están repletas de fuego y
esperanza de renovación (las Fallas, las Hogueras, la Nit de l’Albà), noches en
las que la destrucción, el ruido, con el peligro consiguiente, es la fiesta. En
la ciudad de Elche, hasta no hace muchas décadas, las noches de verano las
pasaban los vecinos sentados a la puerta de sus casas, para captar los escasos
mechones de fresco nocturno. Ahí podían
dar las tantas.
En un pueblo, pues, tan volcado en la vida callejera, tan
propicio a la fiesta, la llegada del techno destroyer fue como la guinda del
pastel. Claro que ese asunto partió las ciudades en dos: el aire de ilegalidad
que pudieran tener las raves británicas a finales de los 80 lo tenía la Ruta
del Bakalao de la Vega Baja alicantina. Todo el mundo sabía que allí se movía
droga a espuertas, pero ¿qué mundo? Sólo los jóvenes estaban al tanto de esa
extraña movida; para los adultos era un misterio el lugar donde sus hijos se
tiraban el fin de semana. Era como si esos jóvenes pertenecieran a una sociedad
secreta, a una secta: nadie sabía nada; nadie se iba de la lengua. O sea, que
muchos jóvenes consumían speed, mescalina, coca, pero sus padres no sabían
nada. Llegado el lunes los prematuros zombis levantaban sus cuerpos deshechos
por la fiesta para rehacerse en la rutina agotadora del trabajo, como en el
mito de Sísifo, en un ir y venir entre el cielo y el infierno en el que el
exceso de uno u otro podía ser mortífero. Esos chicos no eran conscientes del
peligro en que ponían sus vidas. O sí eran conscientes de que la droga era mala
para la salud, pero que eso no le pasaba a ellos, que ellos controlaban, que en
la moderación estaba la virtud.
A juego de esa gran mascarada en la que los engañados eran
los padres estaba esa música despiadada, que echaba para atrás al más pintado.
No sé hasta qué punto el precipicio generacional que abrió la cultura del
bakalao pudo influir en una progresiva destrucción de los lazos familiares en estas latitudes pero sí que está claro que
aquellos que no fueron capaces de dejar en el fin de semana y en su más tierna
juventud los vicios adquiridos se convirtieron en una generación perdida. Los
80, de cualquier modo, fueron una mala época en ese sentido en toda la
geografía nacional; aquí fue el speed; en el Norte y el Centro, la heroína.
El secreto se convirtió en secreto a voces a principios de
los 90, momento en que los medios de comunicación se hicieron eco de la Ruta
del Bakalao, es decir, el éxodo de fin de semana de cientos de jóvenes madrileños
al nuevo dorado valenciano, que con Chocolate o Barraka hacía de espejo
del fenómeno en la Vega Baja alicantina. Alguien se iría de la lengua y de
pronto nuestro estruendoso secreto fue expuesto al público general, horrorizado
ante la perspectiva de chicos y chicas bailando desatados con los ojos en
blanco. Tantos siglos de civilización (es un decir) para acabar así, como
salvajes dando saltos alrededor de una hoguera. Coincidió el “descubrimiento”
del fenómeno con el intento de convertirlo en un producto comercial. Después de
una década en la que se importaba el 100% del producto una serie de músicos
valencianos decidieron crear su propia versión del sonido mákina: Chimo Bayo y su
“Así me gusta a mí” sonó hasta en los 40. Es, también, un clásico de la música
de baile española.
Si el fenómeno del bakalao conocía entonces su momento
álgido también comenzó ahí su lento declive. Los medios de comunicación
madrileños se dedicaron a ridiculizar el fenómeno, reducirlo a una verbena
pueblerina desfasada con ritmos machacones; el polo musical catalán, con las
revista Rockdelux y Ruta 66, se limitaron a ignorarlo, cuando no a denigrarlo,
con la excepción del periodista Luis Lles, generoso en su apreciación de la
aportación valenciana al acervo de la música de baile global. En todo caso
ellos, en sus madriles de polvorienta decadencia de la movida y en sus
barcelonas ochenteras capitales del muermo, no sintieron el escalofrío que una,
melómana desde mi más tierna infancia, sentía ante unos sonidos que no se
parecían a nada, aún en los ochenta, únicos, inquietantes y revolucionarios que
acabaron mezclándose, ya en los 90 con el hard trance y el eurobeat, hasta
diluirse en la nada.
Continúa con Bakalao: el génesis.
Continúa con Bakalao: el génesis.
Creo que bien es cierto que las drogas de diseño speed, lsd, extasis o dexidrinas estaban al igual que hoy al alcance de cualquiera. Y aunque tu opinión es muy respetable, no es del todo como la cuentas, deberías in formarte un poco mas para saber de verdad como y por que se origino ese movimiento socio-cultural entorno al arte, moda, diseño y por supuesto música, que hasta que a mediados de los 90 empezaron a salir productoras como setas en el monte, hubo una verdadera explosión de talento. También en las dos salas para mi,mas punteras de Alicante y Valencia sus djs Juanjo en maná maná y Fran Leaners en Spook tenian un amplio conocimiento musical siguen en activo h puedes disfrutar de sus sesiones en internet. Te recomiendo que oigas alguna y veas du trayectoria, no todo fue chinchinpum, droga y excesos hubo mucho mas y cada uno cogió lo que quiso. Ni las sustancias eran gratis,ni te obligaban a tomarlas, exactamente igual que hoy.
ResponEliminaHola,
ResponEliminaTe doy las gracias primero por leer este post de hace mucho tiempo. Te animo a leer los otros que tengo sobre bacalao en que profundizo en el tema musical. No viví de lleno esa época porque era muy joven pero me fascina y me enorgullece esa movida, tan respetable como la madrileña pero víctima del menosprecio y nada estudiada. Ya me gustaría dedicarme a sacarla del olvido pero no tengo tiempo... Y el tiempo se agota. Yo ya voy por los 50 y los que bailaron en Maná Maná me sacan unos 10 años. Habrá que ponerse con ello.
Un abrazo,
Marisol